El País - 22/08/2010 - David Trueba
El catalán es una lengua hermosa que coquetea con el francés para desespañolizarse, que tiene música portuguesa, pero que cuando alcanza la mayor expresividad es puro italiano. En catalán, al albañil le dicen paleta, en ejemplo prodigioso de metonimia popular. La paleta es también el arma del pintor. Para hablar de Pep Guardiola, entrenador del FC Barcelona, es apropiado reparar en esa ambivalencia.
El don de la oportunidad se tiene o no se tiene. Y la llegada de Guardiola al banquillo del Barça lo tuvo. Los catalanes han pasado años duros. El debate del Estatut ha evidenciado la incapacidad para asumir con naturalidad la pluralidad de sentimientos entrecruzados. La degradación del entendimiento mutuo, por razones muchas veces interesadas, ha venido acompañada por la viscosa corrupción. El caso Millet de saqueo del Palau de la Música a golpe de comisión y desvío de fondos fue otro golpe bajo a la autoestima catalana. Vino enlazado con la decadencia del Barça de Rijkaard, que había dejado de ganar, con un vestuario roto por la desatención al sacrificio y el esfuerzo. Su estrella Ronaldinho había perdido la joia brasileña para entrar en la resaca perpetua. El presidente Joan Laporta encaraba una moción de censura, donde hasta un 60% de los socios votarían por su dimisión. En ese momento, Pep Guardiola se convirtió en entrenador del primer equipo.
Un año antes, el ex jugador había aceptado la propuesta de entrenar al filial recién descendido a Tercera División. Sus amigos de la profesión le aconsejaron que no aceptara el encargo. "Pep, la Tercera es un infierno, no tiene nada que ver con el fútbol que conoces". Con otras palabras, todos le dijeron lo mismo: "No te ofrecen un caramelo, sino que tendrás que masticar piedras". Pero Guardiola aceptó. Se moría de ganas de entrenar. "Búscame un equipo", le decía a sus amigos, "necesito entrenar". La oferta de hacerse cargo del equipo en Tercera le enfrentaba a una decisión difícil. Pero Pep siempre tuvo claro que la vida consiste en el atrevimiento para equivocarse. A ser posible, equivocarte con errores propios y no ajenos.
Nadie valoró el hecho fundamental de que Guardiola es hijo de un paleta. Su padre, Valentí, representa para él un ejemplo de integridad y esfuerzo. La familia en la que ha crecido, en el pueblo de Santpedor, le ha inculcado valores antiguos, de cuando los padres no tenían ni dinero ni propiedades que transmitirles a los hijos, sino solo principios y dignidad. A la hora de juzgar o estudiar a Guardiola hay que tener en cuenta que debajo del traje elegante, el jersey de cachemir y la corbata elegida está el hijo de un paleta. Que dentro de los caros zapatos italianos hay un corazón en alpargatas.
La primera misión en el filial fue pasar por el embudo a más de cincuenta jugadores y reducirlos a tan solo veintitrés. Había que empezar por el final. Por mandar a muchos fuera del club que los había formado, por buscarles equipos, por citar a los padres, por tragarse las lágrimas, por desbarrancar la vocación infantil de quienes creían que el fútbol era más importante que la vida, que habían medio aparcado estudios porque eran chicos llamados a triunfar. Confeccionar esa plantilla fue un trabajo de ladrillo y cemento, de intuiciones y firmeza, un trabajo sucio y desagradecido. De un día para otro había que decidir si a un chaval llamado Pedrito se le dejaba marchar al Gavá o se le retenía. Con tan solo seis entrenamientos para elegir. Equivocarse era de nuevo el campo de juego.
En el primer amistoso, aquel pequeño Barça reformado y descendido perdió contra el Banyoles, en un campo pequeño de césped artificial junto al hermoso estanque de aguas plácidas, donde no sería el primero en ahogarse engañado por la calma. Muchos pensaron que la ropa elegante de Guardiola, que de jugador había sido un fino centrocampista con más estilo que potencia, admirador de Michel Platini, no estaba hecha para esa división de plomo. El jugador que por delante de la defensa no paraba de hablar, de ordenar a los compañeros, de perseguir al árbitro, de casi afearles a los delanteros rivales que no cumplieran con la geometría del juego perfecto, tenía la palabra.
Desconocían, y quizá hasta lo desconocía él mismo, que su verdadera vocación tiene algo de profesoral. Lo que más le gustaría, una vez abandonado el fútbol profesional, sería entrenar a chavales, a jóvenes que "aún escuchan y quieren aprender". En la pretemporada que ahora termina se quedó afónico de las charlas y correcciones a los jugadores del filial que entrenaban con el primer equipo en tanto regresaban los internacionales, ocho de ellos ganadores del Mundial. Guardiola afónico es siempre una buena señal, es que detrás del desgaste ha encontrado el placer.
Guardiola en sueños habla de fútbol. Tiene curiosidad por muchas cosas que no están en el fútbol. Pero a veces uno tiene la impresión de que las codifica de una manera especial. Que las futboliza. Si tú le cuentas una anécdota de Paco de Lucía o de Belmonte o de Cary Grant, él la archiva con devoción, pero la aplica a su juego, como si fuera un ejercicio, como si le regalas a un cocinero una raqueta de pimpón y lo primero que pensara es cómo usarla de sartén. Esa curiosidad por otros mundos, no tan habitual en los deportistas de éxito, le llega como una solución al enigma de vivir. Pep quizá no conoce los versos sabios de Emily Dickinson: "El éxito les parece lo más dulce a aquellos que no alcanzaron el éxito", pero los ha vivido en carne propia. El deporte de alta competición, por mucho que desde fuera se sitúe en una perspectiva privilegiada, marcada sobre todo por la estima social hacia el dinero y la fama, también deja un rastro de apresuramiento, de vida robada, de vacío. Por eso, acercarse con interés a la moda, al cine, a la lectura, a la música, han sido síntomas de que Guardiola valoraba la consistencia de vivir en algo más que ser reconocido en tu oficio.
A Guardiola, la figura del entrenador le ha fascinado incluso antes de ser consciente de ello. En su paleta de pintor se mezclan desde los que tuvo de niño, Ramón Casado, Antoni Marsal, Oriol Tort, inolvidables para él, hasta la influencia fundamental de Cruyff. De la autogestión con Bobby Robson a la precisión táctica de Van Gaal, que le permitía acercarse al modelo ideal de aquel Ajax de Blind, Kanu, Kluivert, Overmars. Después, el Brescia de Carlo Mazzone; baste decir de él que el magistral Roberto Baggio tenía una cláusula en el contrato por la cual podía irse del club si Mazzone dejaba el banquillo. Allá descubrió el placer de pertenecer a un equipo modesto que lucha por mantener la categoría. En el tercer partido de su primera Liga, en Gijón, tras una derrota frente al Numancia y un empate en casa con el Racing, algunos ya pretendían desbarrancarlo. Allí, el entrenador local, Manolo Preciado, tuvo un fugaz diálogo con él. Pero contenía el suficiente calor y la suficiente experiencia en el circo del fútbol y en la noria de la vida para confortar al casi debutante Guardiola. Y él no olvida esos detalles. Los mima, incluso. El día en que España ganó el Mundial no corrió a felicitar a los jugadores del Barça, sino al entrenador Del Bosque. La noche en que destituyeron a un amigo entrenador de Primera organizó a todo correr una cena para él, para hacerle reír en la desolación.
Recién retirado del fútbol, su empeño por seguir conociendo entrenadores le llevó a Argentina. Quería saber más de Ricardo La Volpe, de Marcelo Bielsa, del flaco Menotti. Citados en un restaurante de Belgrano, Menotti lo esperaba para hablar de fútbol. "Así que usted ahora quiere ser entrenador". Antes de que Guardiola pudiera comenzar a explicar eso que los comentaristas deportivos llaman con la grandilocuencia habitual su credo, Menotti pidió un whisky y el camarero le trajo un vaso bajo lleno de hielo. El veterano entrenador se enojó: "¿Usted me ve la rodilla mal? ¿Me ve hinchada la rodilla? ¿Acaso estoy lesionado?". El camarero, mudo, no sabía qué decir. "Llévese este montón de hielo, por favor, y tráigame un vaso con el whisky solo".
A Guardiola le seducen los buenos conversadores, los que manejan la particularidad de la anécdota con la varita para convertirla en sabiduría universal. De alguna manera recolecta conversadores. Le da lo mismo si son jugadores como Charly Rexach o el Matu Morales o Pellegrini, escritores como Azcona o maestros de la improvisación como el Gran Wyoming. Admira a quien sabe contar, porque sabe que contarlo bien es parte de la tarea de un entrenador. Menotti no tardó en señalar el camino de los banquillos a Guardiola. "No lo dude", le dijo. "Hágase entrenador. Al menos así los tiros estarán más repartidos. No me los darán solo a mí".
La conversación con Marcelo Bielsa fue aún más intensa. Se prolongó durante 11 horas, tras un asado en su casa de campo en las afueras de Rosario. Allí hubo discusiones acaloradas, consulta al ordenador, repaso de técnicas, puesta en escena de posiciones. Hubo preguntas complicadas: "¿Por qué usted, que conoce toda la basura que rodea al mundo de fútbol, el alto grado de deshonestidad de cierta gente, aún quiere volver ahí, y meterse además a entrenar? ¿Tanto le gusta la sangre?". Pep no se lo pensó dos veces: "Necesito esa sangre".
Marcelo Bielsa, que es un entrenador compulsivo, un arquitecto del caos, tuvo palabras de ánimo, también sembró de incertidumbres el camino. Le explicó por qué no concedía entrevistas personales a los medios de comunicación. Se resistía a caer en esa especie de juego con los locutores influyentes, con los grandes grupos mediáticos. "¿Por qué le voy a dar una entrevista a un tipo poderoso y se la voy a negar a un pequeño reportero de provincias? ¿Por qué voy a acudir a una emisora líder cada vez que me llame y en cambio jamás a una pequeña radio del interior? ¿Cuál es el criterio para hacer una cosa así? ¿Mi propio interés? Eso es ventajismo". Guardiola adoptó la medida nada más hacerse cargo del primer equipo del Barcelona. Decidió no conceder entrevistas personales. Someterse, por supuesto, a las ruedas de prensa, tres por semana, sin vetos ni duración acotada, pero no pasar de ahí. La decisión, controvertida y contestada por muchos periodistas que veían despreciada su labor o su importancia, finalmente se ha impuesto como un rasgo distintivo más.
Aunque sobre la mesa de su despacho en los campos de entrenamientos se acumulan los libros, unos enviados por las editoriales, otros por amigos, otros por los propios autores, y en los lomos alcanzas a leer obras de Marco Aurelio, Baltasar Gracián o Séneca, Guardiola es un lector y un espectador bastante común, nada relamido. Señalando la fila de libros que esperan para ser leídos, no es raro escucharle decir: "Dios mío, soy un impostor, ¿cuándo se va a dar cuenta la gente de que yo no me puedo leer todo esto?". Pero al rato se escapa a una librería y se lleva las dos o tres recomendaciones y regalos que quiere hacer, una serie en DVD y varias películas. "Yo no sé lo que pensarán los que entienden, pero a mí me ha encantado", es una declaración habitual cuando sale del cine o termina una novela que le ha atrapado.
Cuando Pep era jugador, anticipó su salida del Barcelona a que la grada lo silbara o el entrenador tuviera que armarse de valor para dejar en el banquillo a un símbolo. Se quitó de en medio. Entonces ya estaba el plan futuro trazado. Para ser entrenador, tan solo conocer la disciplina de un equipo termina por ser una enorme limitación. Para muchos entendidos, los entrenadores que no han sido jugadores relevantes sienten una especie de complejo y tratan de sobrepersonalizar a sus equipos, de ser más intervencionistas, científicos, protagonistas. Guardiola tuvo una carrera plena como jugador. La figura del futbolista como un ser privilegiado, que tiene que aprovechar esos años como un regalo, es algo que imprime en la mentalidad de sus jugadores. Fue además un capitán que aprendió de capitanes fuertes, decisivos en la organización, gente como Zubizarreta o Alexanco, o Roberto Solozábal en la selección con la que ganaron los Juegos Olímpicos de 1992. Valora y propugna esa magnitud añadida, venga desempeñada por Puyol o por Raúl.
A ratos, Guardiola es visto por la sociedad catalana como una especie de Dalai prêt-à-porter, sabio prudente. Bromea con los artículos elogiosos, como si fueran un concurso de lametazos, y se pregunta si las virtudes no se transformarán en defectos cuando llegue la derrota, si los elogios no afilan las cuchillas para cuando suene la hora del degüello. La clave es que el tiempo entre medias haya valido la pena. No en vano Amor particular, de Lluís Llach, es una de sus canciones de cabecera, el canto de agradecimiento al tiempo en el cual el amor te concedió el privilegio de posarse sobre ti.
Dos días después de ser eliminado en la Champions por el Inter de Mourinho, el Barcelona se jugaba la Liga del año pasado en el campo del Villarreal. Notaba heridos a sus jugadores, rotos por la derrota en la competición más ansiada. "¿Qué les digo?", se preguntaba en voz alta el entrenador a una hora de sentarse en el banquillo del Madrigal. A Guardiola le obsesiona que los mensajes motivantes sean cortos, claros, sencillos, asequibles, eficaces. Ha encargado vídeos y utilizado imágenes de Youtube, señalados esfuerzos, ideas, momentos, destellos. Todo vale para avivar el ánimo a los jugadores. Aquel día se dirigió a sus jugadores con una sonrisa abierta. "Señores, yo no les puedo pedir más. Me han dado mucho más de lo que cualquier entrenador puede pedir a sus jugadores. Sois grandes. Gracias por todo. Solo quiero decirles una cosa. Si salimos ahí fuera y perdemos y se nos escapa la Liga, no pasa nada. Absolutamente nada. Tranquilos. Mil gracias. Para mí sois los campeones". El Barcelona ganó cuatro a cero y la Liga. En la grada estaba Valentín, el padre de Pep.
Para Pep, lo único que compensa los ratos perdidos de disfrutar de sus tres niños por la dedicación a entrenar a alto nivel tiene que ver con su padre. Desde el día en que empezó a entrenar en Tercera, su padre decidió seguir los partidos y eso le da la salud, le mantiene ocupado, atento, en guardia, feliz. Su hijo quiere pensar que le ha regalado años de vida.
Porque perseguir la felicidad del aficionado es el empeño de este entrenador, fanático del Barça, que se mudó a vivir a La Masía, centro de formación de jugadores del club, cuando tenía 13 años. Para él no hay nada más maravilloso que a los que te regalen esa pasión, devolverles la plenitud, la euforia. Siempre que tiene ocasión lo recuerda. "Lo mejor de este oficio es que gente que tiene problemas mucho más serios que el fútbol, que vive la crisis de manera brutal o se enfrenta a dramas particulares, por un rato vibran, olvidan, celebran, gracias a este juego".
A Guardiola le gusta mucho el fútbol. Y ganar, porque en eso consiste el juego. Pero hacerlo dignificando la propuesta. Él ofrece un sistema, solo pide que confíen en él, que sean fieles. El día en que nota a sus jugadores poco comprometidos, apáticos, con dudas, aunque sea tras un entrenamiento sin relevancia, es un hombre triste, desmoralizado, con ganas de dejarlo todo. Nadie debería confundirse en esto. Es un profesional obsesivo, detallista, porque sabe que los detalles deciden. Venera el club donde trabaja y se impuso como regla no ser más que una pieza del entramado. Cobrar su sueldo por un año y jamás exigir ni un café sin pagarlo. No aspira a ser reconocido como un adoctrinador, un gurú, un guía. No quiere ser nada más que un entrenador, un buen entrenador. Lo otro, lo demás, lo bueno y lo malo, se lo echa encima una sociedad necesitada de modelos. Quizá hastiada de tramposos, de ventajistas, de canallas, de gente que impone valores de egoísmo, oportunismo y egolatría, desde la tribuna privilegiada de la televisión o los medios o los negocios o la política. Él pertenece a esa sociedad. Y la dignifica, de una manera muy simple, tratando de hacer bien su faena, ayudando a hacer prosperar el sentido común desde su parcela de exposición pública. Con la misma callada dignidad con la que un buen paleta, sin que nadie mire ni aplauda, pone un ladrillo sobre el cemento.